Apuntes para una espiritualidad del laico

Pironio Espiritualidad Laical

APUNTES PARA UNA ESPIRITUALIDAD DEL LAICO

“Revestíos del hombre nuevo…como elegidos de Dios,
santos y amados…
Revestíos del amor, que es el vínculo de la perfección” (cfr.Col.3,3-17).
“Revestíos más bien del Señor Jesucristo” (Rom.13,14)

Introducción
1.- El itinerario espiritual del laico –como el de todo cristiano- arranca desde el Bautismo y supone esencialmente una “nueva creación”, un “revestimiento de Jesucristo” un progresivo crecimiento de las virtudes teologales particularmente del amor.

2.- No vamos a presentar ahora una “Teología espiritual para los laicos”. Simplemente, son unos apuntes que tienden a provocar la respuesta de los laicos a partir de su propia experiencia cristiana: cómo viven ellos su itinerario bautismal, su responsabilidad eclesial, su compromiso cristiano con el mundo. Qué significa para ellos tomar cada día su cruz y seguir al Señor, amar a Dios sobre todas las cosas y al prójimo como a sí mismo, vivir en el mundo las bienaventuranzas evangélicas.

3.- Entendemos por “espiritualidad” la “vida según el Espíritu”. Deseo, por eso, recordar aquí tres textos de San Pablo relativos al Espíritu:
a) “Todos los que son guiados por el Espíritu de Dios son hijos de Dios” (Rom. 8,14). Pablo conecta este Espíritu con las exigencias de la vida nueva, con la tensión escatológica, con la riqueza de la libertad, con la fuerza de la esperanza universal, con la intimidad del Espíritu que habita en nosotros, con la oración que el Espíritu hace en nuestro interior “con gemidos inefables”. Convendría releer todo el Cap. 8, en una constante referencia al laico que vive particularmente inmerso en “los sufrimientos del tiempo presente” y en medio de una creación, redimida en esperanza pero todavía sujeta a esclavitud, que “desea vivamente la revelación de los hijos de Dios” y que vive “en la esperanza de ser liberada de la servidumbre de la corrupción para participar en la gloriosa libertad de los hijos de Dios”. Es toda la fuerza de una esperanza cristiana, basada en el Misterio Pascual de Jesús, que abarca la totalidad de la persona (alma y cuerpo), de la entera comunidad humana y de todo el cosmos.
b) “Porque en un solo Espíritu hemos sido bautizados, para no formar más que un cuerpo… y todos hemos bebido de un solo Espíritu” (1Cor.12,13). Pablo introduce esta afirmación para iluminar el Misterio de una Iglesia “Cuerpo de Cristo” y las exigencias de comunión y de participación de todos sus miembros. La espiritualidad del laico, como la de todo cristiano, tiene sus raíces en el bautismo que lo incorpora al único Pueblo de Dios, sacerdotal, profético y real. El bautismo trae sus exigencias de santidad y comunica las energías del Espíritu para la vida nueva. San Pablo llama a los cristianos simplemente “los santos”, “los elegidos”, “los amados por Dios”. Una auténtica espiritualidad del laico dice siempre referencia al bautismo, al sacerdocio común, a la comunión eclesial; podríamos decir que es simplemente una “espiritualidad cristiana”.
c) ¡Si vivimos según el Espíritu, obremos también según el Espíritu” (Gal.5,-25). Es la coherencia del cristiano comprometido desde la fe a transformar el mundo. Es la exigencia profunda de nuestra vida bautismal y eclesial: crecer cotidianamente en Cristo de novedad en novedad, hasta la novedad definitiva de nuestra Pascua final, cuando “seremos semejantes a él, porque le veremos tal cual es” (I Jn.3,2). Pablo conecta esta vida nueva en el Espíritu con dos realidades esenciales: la libertad cristiana y la caridad. “Para ser libres nos libertó Cristo” (Gal.5,1); “Hermanos, habéis sido llamados a la libertad: sólo que no toméis de esa libertad pretexto para la carne; antes lo contrario, servíos por amor los unos a los otros. Pues toda la ley alcanza su plenitud en este solo precepto: Amarás a tu prójimo como a ti mismo. Pero si os mordéis y os devoráis mutuamente, mirad no vayais mutuamente a destruiros” (Gal.5, 13-15). Esto es esencial para el laico llamado particularmente a construir una nueva sociedad –libre, fraterna, justa-, una verdadera civilización de la verdad y del amor. Pablo dice: “el fruto del Espíritu es amor, alegría, paz” (Gal.5,22). La paz –fruto de la verdad, de la justicia y del amor- es, antes que nada, don de Dios; hay que obtenerlo con la oración y la conversión.
Estos “apuntes para una espiritualidad del laico” tienen particularmente en cuenta la Relación Final del último Sínodo Extraordinario (1985), que nos presenta una eclesiología cristocéntrica y trinitaria, una eclesiología de comunión y participación, una eclesiología de misión y de esperanza.
Deseo presentar tres puntos, a la luz de estas palabras de San Pablo: “Tenemos presente ante nuestro Dios y Padre la obra de vuestra fe, los trabajos de vuestra caridad, y la tenacidad de vuestra esperanza en Jesucristo nuestro Señor” (Ites. 1,3).

I.- La teología de la cruz

“Yo sólo me glorificaré en la cruz de Nuestro Señor Jesucristo,
por quien el mundo está crucificado para mí,
como yo lo estoy para el mundo” (Gal.6,14).

Ante todo es necesario volver a hablar de “la tenacidad de la esperanza”. Sobre todo, tratándose del laico. Es urgente hoy. La esperanza está en el centro de la relación Iglesia-mundo. Me parece esencial comenzar por aquí. Es significativo el hecho de que el último Sínodo Extraordinario haya planteado el tema de una “teología de la cruz” precisamente al tratar de la misión de la Iglesia en el mundo. No con una visión pesimista, sino con el realismo de una esperanza teologal. Es en esta relación –misionera y redentora- de la Iglesia con el mundo donde precisamente se ubica la vocación y misión del laico. No que separemos ambas realidades –Iglesia y mundo-como dos espacios diferentes (mucho menos, opuestos o contradictorios) de la única misión salvadora de Jesús: la Iglesia para los clérigos, el mundo para los laicos. La Iglesia es una e indivisible y toda ella es “sacramento universal de salvación”. Es toda la Iglesia –comenzando por sus pastores- la que se siente enviada al mundo como en su lugar “propio y peculiar” de santificación y de evangelización. (cfr. L.G. 31; E.N. 70). Su camino de santidad se realiza en el ámbito de las realidades temporales: familia, trabajo, cultura, sociedad, política. Es allí donde particularmente el laico tiene que dar testimonio de la resurrección del Señor: en lo cotidiano de su vida tiene que anunciar a los hombres la Buena Nueva de Jesús. Pero que sea verdaderamente “buena” y cotidianamente “nueva”. Allí tiene que construir, desde adentro, la nueva sociedad.
Cuando hablamos de “la teología de la cruz”, para una auténtica espiritualidad del laico, queremos tres cosas:

a)que la ubicación del laico en el mundo y su respuesta evangélica a los desafíos actuales de la historia tienen que ser dada desde la esperanza pascual que nace de la cruz;

b)que la maduración del laico hacia la santidad tiene que ser un progresivo crecimiento –a través de las virtudes teologales- en la “gratiacrucis” dada por el bautismo;

c)que el seguimiento cotidiano y práctico de Jesús supone una generosa asunción del sufrimiento de los hombres para iluminarlo en Cristo y redimirlo, transformarlo en gracia de redención.

1.- La esperanza Pascual: el laico tiene que ser en el mundo testigo del amor de Dios y profeta de esperanza. No el hombre que ilusiona fácilmente a sus hermanos; sino el hombre que sabe descubrir, desde la fe y la oración, las causas profundas del dolor y se compromete generosamente a remediarlas. El hombre que grita que Cristo resucitó y vive. La esperanza no sólo ilumina la cruz, sino que la convierte en semilla de resurrección y de vida. Una teología de la cruz es necesariamente una teología de la esperanza. La difícil situación actual –tan marcada por los signos negativos del hambre y la miseria, la injusticia, la opresión y las torturas, la violencia, el terrorismo y la guerra- es un dramático desafío a la esperanza cristiana. “Aquella esperanza que no falla, porque el amor de Dios ha sido derramado en nuestros corazones por el Espíritu Santo que nos ha sido dado”(Rom.5,5). La esperanza nos ayuda a valorar el tiempo y las cosas temporales: ayuda al laico a descubrir la riqueza del “hoy” y del “aquí” del Reino. Pero, al mismo tiempo, nos ayuda a superar la provisoriedad de este mundo que pasa. La esperanza está conectada con el Espíritu que habita en nuestro corazón, con los “sufrimientos del tiempo presente” y “con la gloria que se ha de manifestar en nosotros”(cfr. Rom.8,18).
La esperanza cristiana supone dos cosas tener una gran capacidad contemplativa para releer evangélicamente los nuevos signos de los tiempos y seguir creyendo en la actualidad del mensaje de Jesucristo crucificado “fuerza de Dios y sabiduría de Dios” (1 Cor. 1,24). Pero es el Espíritu Santo –que nos “guiará hasta la verdad completa” (Jn. 16,13)- quien nos abrirá plenamente la verdad sobre Cristo y sobre el hombre.

2.- Maduración de la “gratia crucis”. El bautismo nos incorpora a Cristo muerto y resucitado: ““1uimos con él sepultados por el bautismo en la muerte, a fin de que, al igual que Cristo fue resucitado de entre los muertos por medio de la gloria del Padre, así también nosotros vivamos una vida nueva” (Rom.6,4). El Misterio Pascual está en el centro de la vida cristiana, como su fuente y origen.
El bautismo presenta al cristiano una exigencia de santidad (“nos eligió para que fuéramos santos”, Ef.1,4), le comunica las energías para el progresivo crecimiento en Cristo (el Espíritu de la filiación adoptiva, cf. Ef.1,5) y le propone un camino concreto de discipulado del Señor: “El que quiera seguirme, que renuncie a sí mismo, que cargue su cruz cada día y me siga” (Lc.9,23).
No es un propuesta de muerte, sino una invitación a la vida y a la fecundidad: “Si el grano de trigo que cae en tierra no muere, queda solo; pero si muere, da mucho fruto” (Jn.12,24). Lo central en el cristianismo no es la muerte o la cruz, sino la vida y el amor. Por eso la propuesta fundamental para todo cristiano la hace el Señor en las Bienaventuranzas. Y el mandamiento principal es el amor. ¿Cómo vive el laico, comprometido con las realidades temporales, las bienaventuranzas evangélicas? ¿Qué significa para él –en su familia, en su trabajo, en su tarea política- ser pobre, ser misericordioso, tener hambre y sed de justicia, ser limpio de corazón, comprometerse a construir la paz?. Todo esto supone en el laico una capacidad honda de ascetismo gozoso; como para Cristo el despojo de la encarnación y el anonadamiento de la pasión. Para ser verdaderamente feliz hay que tener una gran capacidad de sufrimiento.

¿Qué significa para el laico amar a Dios sobre todas las cosas y al prójimo como a sí mismo? Pareciera que esto fuera más fácil para el sacerdote o la religiosa, particularmente comprometidos “en la casa del Padre”(Lc.2,41). Para el laico el ámbito de “la casa del Padre” lo constituye el campo de sus actividades temporales: allí vive y expresa a Cristo, allí edifica sacerdotalmente la Iglesia y allí construye cotidianamente la ciudad de los hombres.
La “gratia cursiva haciendo al laico más sereno y fuerte, más transparente y luminoso, más signo y comunicación del Cristo resucitado. Cuando hablamos de la “gratia crucis” en el laico, nos referimos a una realidad fundamental y primera: la gracia de su bautismo, que es semilla de la gloria. Es adelantar en el tiempo el gozo y la fecundidad de la vida eterna. Sólo así se puede iluminar y asumir redentoramente las cruces de los hombres. Hablar de una “teología de la cruz” para los laicos –como para toda la Iglesia- no es una invitación a la resignación, sino un llamado a la tenacidad de la esperanza y a la cotidiana de la caridad (cfr. 1 Tes.1,3).

3.- Asumir el sufrimiento de los hombres. Cuando hablamos de “teología de la cruz” en la espiritualidad del laico queremos también indicar esto: que el sufrimiento de los hombres –los pobres, los enfermos, los oprimidos- es un desafío concreto a la santidad del laico.
En este sentido es muy interesante la referencia del Sínodo Extraordinario a “la opción preferencial por los pobres y la promoción humana”. Recordando la conciencia más honda de la Iglesia, después del Concilio Vaticano II, “de su misión al servicio de los pobres, los oprimidos y los marginados”, la Relación Final nos dice: “La Iglesia debe denunciar, de manera profética, toda forma de pobreza y de opresión, y defender y fomentar en todas partes los derechos fundamentales e inalienables de la persona humana” (R.F.II.D,6). Una verdadera espiritualidad del laico tiene particularmente en cuenta la situación de los pobres y los que sufren. El contacto inmediato con la pobreza –con los pobres- nos hace bien; no sólo sacude nuestra conciencia, sino que nos invita a la conversión y nos comunica una nueva presencia del Señor.
La “teología de la cruz” ubica la espiritualidad del laico, desde la comunión eclesial, en estos dos puntos: una relación esencial y dinámica hacia Cristo y una apertura misionera al mundo. La cruz de Jesucristo no sólo hace fecundo nuestro propio sufrimiento, sino que ilumina el camino de la historia, tan dramáticamente marcado por el sufrimiento de los hombres. Después de haber señalado algunos de los nuevos “signos de los tiempos” –que aumentan “las angustias y las ansiedades”- el Sínodo Extraordinario nos propone, como respuesta evangélica, la “teología de la cruz”: “Nos parece que en las dificultades actuales Dios quiere enseñarnos, de manera más profunda, el valor, la importancia y la centralidad de la cruz de Jesucristo. Por ello, hay que explicar, a la luz del misterio pascual, la relación entre la historia humana y la historia de la salvación” (R.F.II,D,2). En este sentido la Liturgia nos invita a rezar: “Salve, oh cruz, nuestra única esperanza”.

II.- La comunidad cristiana, como signo y escuela de formación para la espiritualidad del laico.

“La multitud de los creyentes tenía un solo corazón y una sola alma” (Hechos 4,32).

Toda espiritualidad cristiana se desarrolla en el interior de una Iglesia comunión. Es fruto del mismo Espíritu que no sólo renueva los corazones –los hace cada vez mas discípulos, testigos y profetas- sino que los funde en una riquísima y variada comunión misionera.
Cuando conectamos la espiritualidad del laico con la comunidad, queremos subrayar tres cosas:
a.- que la espiritualidad cristiana es espiritualidad de comunión;
b.- que vive de las mismas fuentes de la Iglesia comunión (Palabra y Liturgia) y se desarrolla en una comunidad;
c.- que la verdadera santidad del laico hace crecer la comunión eclesial; si el laico vive verdaderamente su vida teologal hace crecer la comunidad, la hace más operante en el mundo del amor del Padre, de Cristo resucitado y del Espíritu Santo que hace nuevas todas las cosas.

1.- Espiritualidad de comunión. Ante todo, comunión con Dios por Jesucristo en el Espíritu. Lo cual supone una profunda vida de oración. ¿Es posible el silencio y realizable el desierto? Sí, en la medida en que el silencio no sea una evasión y el desierto un refugio. El silencio es el espacio donde se acoge la Palabra; el desierto es el ámbito donde se experimenta la fuerza del Espíritu (la lucha y la victoria, la tentación y la gracia). Lo importante es que el Espíritu cree en nosotros capacidad contemplativa, instale el desierto en nuestro corazón.
Cuando hablamos de espiritualidad de comunión subrayamos, también, la generosa disponibilidad del laico para asumir en la Iglesia su corresponsabilidad participativa. A veces la participación falta porque los clérigos no ofrecemos o alentamos espacios; a veces, porque los laicos mismos prefieren la pasividad y dejarse simplemente conducir. Una espiritualidad de comunión y de participación supone, en el laico, fortaleza y coraje para asumir su responsabilidad eclesial. Supone, también, capacidad para saber morir a proyectos personales o de grupo, a fin de entrar plenamente en una pastoral de conjunto, diocesana o parroquial. La comunión se hace luego más amplia y universal y abarca a toda la comunidad humana: la Iglesia camina con los hombres, como signo e instrumento de salvación:

2.- como toda la Iglesia, el laico vive de la Palabra de Dios y de la Liturgia. Trata de escuchar en silencio la Palabra de Dios, de acogerla en su pobreza y de realizarla en gozosa disponibilidad. Es la bienaventuranza de María: “Felices, más vale, los que escuchan la Palabra de Dios y la realizan”. Esto exige en el laico mucho silencio y pobreza, exige, también, fidelidad a todo el Evangelio y una lectura comunitaria de la Palabra de Dios. No basta que sea leída; tiene que ser acogida, gustada contemplativamete y comunicada. Cada discípulo de la Palabra se convierte enseguida en profeta y en testigo: la Palabra de Dios es transmitida, por la fuerza del Espíritu, a través de la palabra, de los hechos y la vida del discípulo-servidor y del testigo-profeta. “La Palabra de Cristo habite en vosotros con toda su riqueza” (Col.3,16).
La Palabra lleva a la Liturgia. La prepara, la ilumina, la actualiza. El Pan de vida –bajado del cielo para la vida del mundo y aceptado en la fe- se convierte para nosotros en Pan de la Eucaristía. Una verdadera Eucaristía no sólo nos transforma en Cristo y nos diviniza, sino que nos hace más hermanos y servidores. Cada sacramento tiene una esencial dimensión de compromiso con la historia. La espiritualidad del laico vive de la riqueza fecunda del Bautismo, de la Confirmación y de la Eucaristía: cada día más hijos, más testigos, más hermanos; cada día más presencia transparente y salvadora de Jesús. El Sacramento del matrimonio significa para el laico una fuente especial de santidad y nos trae sus exigencias específicas. Un modo concreto de vivir la caridad.
El laico no sólo vive de una Palabra recibida y de una Liturgia celebrada en la comunidad. La misma comunidad cristiana es la mejor escuela de crecimiento espiritual: sea una comunidad eclesial de base, sea una parroquia, sea la diócesis. Pienso que la mejor escuela de formación es la Eucaristía dominical. Allí se acoge comunitariamente la Palabra de Dios y se ilumina la realidad concreta de la semana; allí se vive comunitariamente el Misterio Pascual de Jesús que hace fecunda nuestra cruz y engendra nuestra esperanza. Pero hace falta que la celebración eucarística sea verdadera: llena de la gloria de la Trinidad, del sufrimiento de los hombres y del compromiso de los cristianos:

3.- Una última reflexión sobre el crecimiento de la comunidad eclesial desde la santidad del laico. Todo cristiano está llamado a la santidad (cfr. LG V). El camino hacia la santidad, en todo cristiano, no es un derecho, es una obligación. La mediocridad del cristiano no sólo lo perjudica a él (lo deja a medio camino de su realización personal y de su felicidad), sino que daña el crecimiento de la Iglesia e impide la transformación del mundo. El bautismo nos incorpora a un cuerpo, a un pueblo, a un templo; cualquier falla nuestra hará necesariamente que el cuerpo no crezca, que el pueblo no se desarrolle, que el templo no se edifique equilibradamente. La espiritualidad del laico depende de una comunidad orante (nace y se desarrolla en ella), pero la comunidad crece en la medida de la intensidad de la oración personal de cada miembro. También depende de una comunidad misionera –abierta a las necesidades del hombre y de su historia- el espíritu de encarnación y de presencia de los laicos; pero la comunidad se hace cotidianamente más misionera en la medida del crecimiento en Cristo de cada miembro que la compone. Si no hay una sociedad nueva, más fraterna y hermana, sino se construye más sólidamente la paz, depende en gran parte de la falta de respuesta personal de los cristianos al llamado de Dios a la santidad.
En el interior de esta comunidad cristiana obra particularmente el dinamismo de la caridad (cfr. I Cor.13). Son buenos y necesarios los carismas, pero lo óptimo, completo y definitivo es la caridad. En la espiritualidad del laico –que vive en el corazón del mundo para transformarlo en Cristo- es importante examinar dos páginas centrales del Evangelio: “¿quién es mi prójimo?” (cfr. Lc. 10, 29-37), “¿cuándo, Señor, te vimos hambriento o sediento, de paso o desnudo, enfermo o preso, y no te hemos socorrido?” (Mt. 25,44). Prójimo es todo aquel que yo encuentro en mi camino y me necesita.

III.- Discípulo de Cristo

“Mi madre y mis hermanos son aquellos
que oyen la Palabra de Dios y la cumplen” 
(Lc. 8,21)

Aún para María, lo primero es ser discípulo de Jesús: “Felices, más vale, los que oyen la Palabra de Dios y la guardan” (Lc. 10.28).

Volvemos a un punto central de la espiritualidad del laico: ser discípulo de Cristo, en el corazón de una Iglesia que es su sacramento, que viene de la Trinidad, expresa y comunica a la Trinidad, vuelve a la Trinidad. Es una visión de fe la que nos hace penetrar en el Misterio de la Iglesia .compuesta por hombres y hecha signo de salvación para los hombres- desde su origen divino (cf. Ef. 1,3-14) hasta su consumación escatológica (cf. Apoc. 21,1-5). Esta Iglesia nuestra- “santa y necesitada de purificación” (L.G.8)- viene de Dios y peregrina hacia la eternidad. Es la Iglesia de la encarnación y la presencia, de la misión y la evangelización, de la Pascua y Pentecostés, de la comunión y del Espíritu, edificada sobre el colegio de los apóstoles que preside Pedro. Es la comunidad de los discípulos del Señor, de los que acogen y realizan su Palabra.

En esta Iglesia de Jesús todos estamos llamados a ser santos y a reproducir su imagen, cada uno según su estado y condición: “nos eligió para que fuéramos santos” (Ef. 1,4), nos “predestinó a reproducir su imagen” (Rom. 8,29). El último Sínodo extraordinario ha insistido mucho, retomándola del Concilio (cf. L.G.cap.V), en esta doctrina de “la vocación universal a la santidad”. Partiendo de la centralidad del Misterio de Cristo en la Iglesia. Cristo es “la Luz de los pueblos” (LG:) y su claridad tiene que resplandecer en el rostro de la Igleia. La Iglesia se hace más creíble si predica más a Cristo y Cristo crucificado y lo expresa evangélicamente en su vida.

Por eso es necesario insistir en esta relación del cristiano –todo cristiano, todo “christifidelis”- a Cristo: todos somos esencialmente discípulos del Señor. ¿Qué significa ser discípulos de Jesús? Quiero simplemente indicar estos tres aspectos:
a) el seguimiento de jesús;
b) la pertenencia a una comunidad;
c) el envío al mundo para anunciar el Reno y curar a los enfermos.

1.- El seguimiento de Jesús. Precede siempre un acto del amor gratuito de Jesús: “Como el Padre me amó, también yo os he amado a vosotros” (Jn.15,9). La frase es válida para cualquier tipo de llamada del Señor: “No me habéis elegido vosotros a mí, sino que yo os he elegido a vosotros” (Jn.15,16). “Llamó a los que él quiso” (Mc.3,13). Sólo corresponde la alegría de la gratitud y una plena fidelidad a la llamada.

El seguimiento de Jesús implica capacidad cotidianamente nueva de escucharlo y de asimilar sus formas de vivir (pobreza, oración, amor al Padre, servicio a los hombres hasta dar la vida). Ser discípulos de Jesús significa asumir totalmente sus sentimientos y su estilo de vida; reproducir su imagen (la del “Siervo del Señor”) y transparentarla; ser discípulos de Jesús es estar dispuestos a dar la vida;

a) El discípulo escucha y acoge al Señor. Esto exige una gran pobreza interior, una honda capacidad de silencio, una gozosa disponibilidad. El Señor habla todos los días de nuevo; sólo pueden escucharlo los contemplativos. El Señor viene a nosotros todos los días de nuevo; sólo pueden acogerlo con gratitud los pobres. El Señor nos habla y se nos comunica de múltiples maneras: la lectura y meditación de la Palabra de Dios, la oración personal y la litúrgica, la vida de la Iglesia, el sufrimiento de los hombres, los acontecimientos de la historia. Cada hombre que sufre –un pobre, un enfermo, un anciano- nos trae un mensaje nuevo del Señor. Hay que saber escuchar y acoger todos los día de nuevo al Señor; sólo así entenderemos la actualidad del mandamiento supremo del Señor, de las parábolas del Reino y de las bienaventuranzas. Cuando nos ponemos a escuchar y a acoger al Señor –en la fe y la fe y la caridad, en la pobreza y la oración- descubrimos fácilmente quién es nuestro prójimo y por qué nos necesita. La fe nos hace descubrir inmediatamente la presencia de Jesús en el que sufre e impide que pasemos desentendidamente de largo.
¿Qué significa, para el laico, escuchar y acoger al Señor? Tener una gran capacidad contemplativa (fruto de la fe y de la oración, don del Espíritu Santo) para descubrirlo con admiración, alegría y entusiasmo, en las cosas más simples y cotidianas de su vida: la familia, el trabajo, la profesión, los amigos, los compromisos sociales, las opciones políticas. Eso le dará mucha serenidad interior en lo que hace, en lo que busca, en lo que arriesga. Eso le dará la imprescindible y esencial unidad interior entre la fe y la vida, la oración y el compromiso, la actividad intraeclesial y la presencia en el mundo;

b) Ser discípulos de Jesús significa comprometerse, cada uno según su condición, a asumir plenamente los sentimientos de Jesús y su estilo de vida. Subrayo particularmente lo siguiente: su espíritu de adoración y glorificación del Padre, su pobreza y disponibilidad para los que sufren, su amor al hombre y su entrega a la voluntad del Padre hasta la cruz. Pablo escribe a todos los cristianos de Filipos: “Tened entre vosotros los mismos sentimientos que Cristo” y les propone, para su reconciliación y unidad, un camino de anonadamiento, de pobreza, de servicio, de muerte en la cruz. (cf. Fl.2,5-11);

c) Estar dispuestos a dar la vida. “Nadie tiene mayor amor que el que da su vida por sus amigos” (Jn. 15,13). Lo que verdaderamente cuenta es la disponibilidad; no importa el modo: se puede dar la vida de muchas maneras. Para el laico esto significa asumir cotidianamente su familia y su trabajo, su compromiso secular con las realidades temporales, sus riesgos y sus esperanzas. Dar la vida es ofrecer todo lo que tiene: posibilidades y límites, alegrías y cruces, salud y enfermedad, descanso y trabajo, vida y muerte. En definitiva, todo es de Dios.

2.- La pertenencia a una comunidad. Ya hablamos de esto, pero ahora me interesa subrayar la idea de “la comunidad de los discípulos”; porque es al interior de ella donde se manifiesta el Señor y se comunica el Espíritu para el crecimiento en la santidad y la fecundidad de los frutos. “La gloria de mi Padre está en que deis mucho fruto, y seais mis discípulos”. (Jn. 15,8).
Jesús llama a los que él quiere y los agrupa en torno a su Persona. El es el Maestro y Señor. Forma una comunidad de discípulos, entre los cuales luego instituirá a “los Doce” (cfr. Mc. 3,13-19; Lc. 6,12-16). Jesús los instruye en los secretos del Reino y los prepara para la misión; esa comunidad privilegiada es testigo de la oración de Jesús, de su ministerio apostólico, de sus milagros; es, sobre todo, testigo de su pasión y muerte, de su resurrección y ascensión a los cielos. En Pentecostés, el Espíritu Santo consumará la unidad interior y misionera de esa comunidad de discípulos, que permanecerán fieles “a la enseñanza de los apóstoles, a la comunión, a la fracción del pan y a las oraciones” .
¿Cuál es, para el laico, la comunidad de los discípulos donde vive cotidianamente su experiencia del amor de Dios y del sufrimiento de los hombres? ¿Dónde percibe inmediatamente el laico el dolor de sus hermanos y la presencia esperanzadora del Cristo de la Pascua? En su familia (“iglesia doméstica”), en su comunidad eclesial de base, en su parroquia. Pero hay, también, un lugar privilegiado donde el laico siente esta presencia de Jesús y su invitación al crecimiento interior y a su misión evangelizadora: son las diferentes asociaciones y movimientos. El Espíritu Santo los ha multiplicado providencialmente en estos últimos años; pero hay que cuidar que sean verdadera “comunidad de discípulos”, expresión de una Iglesia comunión. En el interior de cada movimiento o asociación el Espíritu Santo guiará a una sapiencial penetración en el Misterio de Cristo, a una más fuerte y dinámica comunión eclesial, a una más comprometida y salvadora presencia en el mundo. Todo esto supone un proceso de constante conversión renovada fidelidad a Jesucristo.

3.- Enviados al mundo para anunciar el Reino y curar a los enfermos. Es la misión evangelizadora de toda la Iglesia “sacramento universal de salvación”. Implica el anuncio de la Buena Nueva de Jesús y la salvación integral de todos los hombres. Los laicos participan en ella con pleno derecho, de acuerdo a las exigencias y gracias del bautismo que los hace miembros de un pueblo sacerdotal y profético. No suplen al sacerdote (aunque en determinadas circunstancias lo hagan); ejercitan una misión que les es propia, como partícipes del sacerdocio profético de Cristo. Esto les impone nuevas exigencias de formación y coherencia evangélica, de crecimiento en Cristo y de presencia en el mundo.

El laico vive en el mundo; allí anuncia la Buena Nueva de Jesús y se compromete a transformar el mundo desde adentro, a modo de fermento (cf. L. G. 31). Toda la Iglesia está hoy comprometida en una “nueva evangelización”; lo exige la grave situación de secularismo que vivimos; lo exige la esperanzadora hambre de Dios que se manifiesta en las generaciones jóvenes; lo exige, en nombre de Cristo, la particular insitenica del Santo Padre Juan Pablo II. Esta “nueva evangelización” es un llamado a la conversión de toda la Iglesia, de todos los discípulos de Jesús, de toda la comunidad cristiana.

Queremos construir una nueva civilización de la verdad y del amor. Queremos construir una nueva sociedad en la justicia, en la reconciliación, en la libertad. Todos somos artífices de esta nueva civilización; todos nos comprometemos a construir esta nueva sociedad; todos somos llamados, como hijos de Dios, a trabajar por la paz. Pero los laicos por vocación y misión específica, tienen que sentir particularmente los desafíos de esta hora. Es la hora de los laicos en la Iglesia (no se puede pensar en los laicos sino desde el interior de una Iglesia comunión); es la hora de la Iglesia (de toda la comunidad cristiana: pastores, religiosos y laicos) en la justa valoración y animación de los laicos, miembros del Pueblo de Dios, en la edificación de la Iglesia y en la transformación del mundo. La entera comunidad crisitiana tiene que asumir plenamente en esta hora el desafío de una formación más completa y de una espiritualidad más honda del laico en la Iglesia.

Conclusión 
Quiero terminar con este augurio de San Pablo a todos los laicos de Tesalónica: “Que El, el Dios de la paz, os santifique plenamente, y que todo vuestro ser, el espíritu, el alma y el cuerpo, se conserve sin mancha hasta la venida de Nuestro Señor Jesucristo. Fiel es el que os llama y es él quien lo hará.” (1Tes. 5,23-24).

Cuando hablamos de una “espiritualidad del laico” queremos indicar el estilo peculiar con que el “cristiano laico” vive cotidianamente las exigencias radicales del Evangelio: su vida en el Espíritu, el amor a Dios y al prójimo, la alegría de las bienaventuranzas, la oración conteemplativa, la fecundidad de la cruz. No hay un cristianismo más fácil para el laico, como no se da en la Iglesia un cristiano de segunda categoría. Todos somos Iglesia –Pueblo de Dios, Cuerpo de Cristo y Templo del Espíritu Santo- aunque cada uno según los dones recibidos, los ministerios confiados, las funciones asignadas (cf.1 Cor. 12,4-6).

Lo esencial en el “cristiano laico” es que viva concretamente su vida “según el Espíritu”: que vaya creciendo en Cristo, para la gloria del Padre, a través del dinamismo de una fe con obras, de un amor con fatigas y una esperanza en nuestro Señor Jesucristo con firme constancia (cf. 1 Tes. 1,3). En un contexto de cotidianidad y de compromiso normal con las realidades temporales en las que vive inmerso por voluntad de Dios. Totalmente vuelto a Dios (como receptivo de Dios) y totalmente insertado en la historia de los hombres (como signo e instrumento de salvación en la Iglesia).

Miramos a María, la primera y más perfecta discípula del Señor en quien Dios realizó maravillas porque fue pobre. Porque vivió cada día con sencillez su fidelidad de esposa y de madre; y allí, como laica, fue “la humilde servidora del Señor”.

Eduardo F. Card. Pironio
Bogotá, 17 de noviembre de 1986.