Anunciar y testimoniar a Cristo hoy

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ANUNCIAR Y TESTIMONIAR A CRISTO HOY 
(La nueva evangelización – tarea de los jóvenes)

” Id por todo el mundo y proclamad la Buena Nueva
a toda la creación” (Mc. 16,15)
“ Recibiréis la fuerza del Espíritu Santo que vendrá
sobre vosotros, y seréis mis testigos en Jerusalén,
en toda Judea y Samaría, y hasta los confines de la
tierra ” (Hech. 1,8).

Introducción: 
1. Este es el mandato de Jesús a los Apóstoles; por ellos y en ellos a toda la Iglesia: anunciar y testimoniar a Cristo (la Buena Nueva de Dios), con la potencia transformadora del Espíritu Santo, en todo el mundo, hasta los confines de la tierra. La promesa es ésta: “Yo estoy con vosotros hasta el fin del mundo” (Mt. 28,20). Pero la condición indispensable para anunciar y testimoniar a Cristo es vivir en El: que Cristo sea nuestra Vida. “Yo soy la vid; vosotros los sarmientos. El que permanece en mí y yo en él, ése da mucho fruto; porque separados de mí no podeís hacer nada”. Y “la gloria de mi Padre está en que deis mucho fruto, y seais mis discípulos… Yo os he elegido a vosotros y os he destinado para que vayáis y deis fruto, y que vuestro fruto permanezca” (cf. Jn. 15, 1-16).

2. Así comprenderíamos los tres momentos del Camino de Santiago: la partida y la búsqueda (con lo que significa de amor y de esperanza), la llegada y el encuentro (con lo que significa de gozo y de cambio), el regreso (con lo que significa de compromiso y de coraje; compromiso de una “nueva evangelización” para construir “la civilización del amor”).

3. Pero esto exige una profunda “transformación” en Cristo “nuestra vida” (cfr. Col. 3,4). Hecha a partir de los desafíos del mundo y de las exigencias de la Palabra de Dios.
Lo intentamos hacer en estos días compartiendo juntos el silencio, la oración, la sorpresa, el descubrimiento, la alegría. Compartiendo, también, el dolor, la desesperanza y la soledad de tantos jóvenes que sufren injusticias, falta de libertad, desempleo, opresiones y muertes. Ahora viene la pregunta: ¿cómo hacer para que Cristo siga siendo para mí el Camino o mejor aún, cómo convertirnos nosotros mismos en camino cercano e inmediato para otros? ¿Cómo transmitir la verdad y comunicar la vida? Es decir, ¿cómo decirles a los jóvenes que sólo Cristo es nuestra paz, nuestra alegría, nuestra esperanza, nuestro amor, nuestra única salvación? ¿Cómo ser servidores y constructores de vida en una civilización de muerte?

4. Esta es “la hora magnífica y dramática de la historia” (Ch.L.3). Y es la hora providencial de los jóvenes. La hora decisiva de una “nueva evangelización” para construir en Cristo una sociedad justa, libre, reconciliada. La hora para construir juntos “la civilización del amor”. ¿Será posible algún día vivir la fraternidad evangélica y la verdadera libertad cristiana? ¿Es posible y realista la esperanza? ¿O habrá que seguir viviendo en la desesperanza y el miedo, en la incertidumbre y la evasión? ¿No existe acaso en el mundo –sobre todo en los jóvenes- un hambre de oración y una exigencia de solidaridad que nacen del Evangelio del amor?

5. Para ayudar a responder a estas preguntas yo quisiera proponerles las siguientes reflexiones a la luz de la Exhortación Apostólica Post-Sinodal “Christifideles Laici”:
– Ir madurando cotidianamente en la “novedad cristiana del bautismo” (Ch.L.10: con lo que significa de crecimiento en la santidad, de vida en comunión y de responsabilidad apostólica);
– Comprometerse personal y asociadamente (en comunión eclesial y espíritu de encarnación) en “una nueva evangelización”;
– Asumir con coraje evangélico la tarea de construir “la civilización del amor”.

I.- “La novedad cristiana del bautismo” (Ch.L. 10)

“El que está en Cristo, es una nueva creación; pasó
lo viejo, todo es nuevo” (2 Cor. 5,17).

Hay una fuerte necesidad de sentirnos nuevos (de vivir a fondo nuestra permanente novedad bautismal –pascua continuada-) para transmitir esta novedad a los hombres y a las cosas, a la iglesia y a la sociedad.
La juventud expresa particularmente lo nuevo de la historia, de la Iglesia, del mundo. Expresa por eso la esperanza; una sociedad sin jóvenes está inevitablemente condenada al inmovilismo y a la muerte. En términos cristianos lo nuevo es Cristo: “ Todos los bautizados en Cristo os habéis revestido de Cristo” (Gal. 3,27). “Hechura suya somos, creados en Cristo Jesús” (Ef. 2,10); por eso exhorta San Pablo a los bautizados a despojarse del “hombre viejo” y a revestirse “del Hombre Nuevo, creado según Dios, en la justicia y santidad de la verdad” (Ef. 4,23-24; Col. 3,9-10). La raíz de esta novedad (de esta “nueva creación”) es el bautismo; lo recordamos particularmente en la sagrada noche de la Vigilia Pascual: “cuando fuimos bautizados en Cristo Jesús, fuimos bautizados en su muerte y en su resurrección”. Por eso la exigencia de vivir “una vida nueva” (Cfr. Rm. 6,3-4). La vida nueva es Cristo. “Para mí la vida es Cristo” (Fil. 1,21). “Yo soy la vida” (Jn. 14,6). “Yo he venido para que tengan vida” (Jn. 10,10). Es decir, que vivir en Cristo –que es nuestra Vida- es comprometernos a comunicar la vida y a crear solidariamente una “cultura de vida”.
Ir madurando en la “novedad cristiana del bautismo”, implica, para un joven, particularmente lo siguiente:

a.- saber dar razón de la esperanza que hay en él a cuantos se lo pidan (cfr.I Pd. 3,15). Es decir, anunciar y testificar que Cristo es la esperanza de la humanidad. Que no sólo se puede sino que se debe esperar “En conclusión, a pesar de todo, la humanidad puede esperar, debe esperar. El Evangelio vivo y personal, Jesucristo mismo, es la <noticia> nueva y portadora de alegría que la Iglesia testifica y anuncia cada día a todos los hombres” (Ch.L. 7). Pero no es fácil para un joven de hoy, que vive el fracaso de personas y el derrumbe de instituciones y ve que se le cierran las puertas para la participación activa, seguir gritando la esperanza. De allí la necesidad de afirmarnos en el amor del Padre (“nosotros hemos conocido el amor que Dios nos tiene y hemos creído en él”, I Jn. 4,16) y en la inquebrantable firmeza del Misterio Pascual (muerte y resurrección de Jesús): “No tengáis miedo”, “Yo estoy con vosotros”. De allí también la necesidad de la asociación, del movimiento, de la comunidad. La urgencia del apostolado, de dar testimonio de Cristo y de anunciarlo con el ardor del Espíritu, es siempre personal; tiene sus raíces en el bautismo: “la vocación cristiana es, por su misma naturaleza, vocación también al apostolado”- infunden en el joven una particular fuerza y coraje y dan un especial valor de signo al anuncio y al testimonio: “Signo de comunión y de la unidad de la Iglesia en Cristo” (A.A. 18);

b.- de aquí surge una nueva exigencia de la “novedad cristiana del bautismo”, absolutamente indispensable para la eficacia del anuncio y del testimonio: la comunidad eclesial. “Porque en un solo Espíritu hemos sido todos bautizados, para no formar más que un cuerpo…y todos hemos bebido de un solo Espíritu” (1 Cor. 12,13). El bautismo nos hace miembros activos del mismo cuerpo de Cristo, ciudadanos comprometidos del mismo pueblo de Dios, piedras vivas del mismo Templo del Espíritu. El bautismo nos incorpora a Cristo –que es “nuestra Vida”- y a la Iglesia que es “misterio de comunión misionera”.
Ir madurando en la “novedad cristiana del bautismo” es, por eso, ir madurando en comunión eclesial misionera. No es posible, de otro modo, el anuncio auténtico de Cristo y su testimonio creíble. Esto exige algunas actitudes fundamentales de comunión:
– Con la Palabra de Dios y los Sacramentos (particularmente la Eucaristía); la comunión eclesial va unida a la contemplación y a la vida sacramental (cfr. I Jn. 1,1-4);
– Con los Pastores de Dios ha puesto para aparentar el Pueblo de Dios (cfr. Hech.20,28);
– Con los restantes miembros del Pueblo de Dios, las diversas asociaciones o movimiento apostólico es su capacidad de real, sólida y concreta comunión (Ch.L.30);
– Con los hombres y su historia; el anuncio evangélico debe tener en cuenta los sufrimientos y esperanzas de los hombres de hoy (particularmente de los jóvenes); comprender y hablar su lenguaje; la comunión eclesial es esencialmente solidaridad y servicio;

c.- pero lo mismo para el anuncio y el testimonio, es ir creciendo progresivamente en Cristo mediante la santidad de la vida. Los dos últimos Sínodos (1985 y 1987) han insistido sobre la vocación universal a la santidad. Sobre todo el Sínodo la vocación y misión de los laicos ha recuperado el Capítulo V de la Lumen Gentium: “La dignidad de los fieles laicos se nos revela en plenitud cuando consideramos esa primera y fundamental vocación, que el Padre dirige a todos ellos en Jesucristo por medio del Espíritu: la vocación a la santidad, o sea a la perfección de la caridad. El santo es el testimonio más espléndido de la dignidad conferida al discípulo de Cristo” (Ch.L. 16). La vocación a la santidad –que hunde sus raíces en el bautismo y se pone de nuevo ante nuestros ojos en los demás sacramentos, principalmente en la Eucaristía- “constituye una componente esencial e inseparable de la nueva vida bautismal y, por consiguiente, un elemento constitutivo de su dignidad. Al mismo tiempo la vocación a la santidad está ligada íntimamente a la misión y a la responsabilidad confiada a los fieles laicos en la Iglesia y en el mundo” (Ch.L. 17).

Los jóvenes no tienen miedo a la santidad ni les asustan sus exigencias. Pero tienen necesidad de ver a su lado, en la iglesia, testigos concretos y creíbles. Particularmente sienten hambre de la Palabra de Dios (lectura, meditación, oración, contemplación), deseo de compartir comunitariamente las bienaventuranzas evangélicas y alegría de servir a los más pobres y necesitados (los ancianos, los enfermos, los emigrados, los que están solos). Es una santidad fuertemente evangélica (“sed perfectos como es perfecto vuestro Padre celestial”, Mt. 5,48); por eso profundamente encarnada: “¿quién es mi prójimo?” (Lc. 10,29), “tuve hambre y me disteis de comer… era forastero y me acogisteis… estaba enfermo y me visitasteis, en la cárcel y vinisteis a verme” (Mt. 25). Comprenden perfectamente que la santidad no es un privilegio personal, sino una exigencia de liberación, de solidaridad y de servicio. “Vosotros sois la sal de la tierra… vosotros sois la luz del mundo” (Mt. 5,13-14). Todo esto exige vivir cada vez más profundamente en Cristo que es la “Luz del mundo” (Jn. 8,12); es la exigencia y fruto del seguimiento radical de Cristo: “el que me siga no caminará en la oscuridad, sino que tendrá la luz de la vida” (ibidem).

II.- La nueva evangelización

“Ha llegado la hora de emprender
una nueva evangelización” (Ch. L. 34).

“Una grande, comprometedora y magnífica empresa ha sido confiada a la Iglesia: la de una nueva evangelización, de la cual el mundo actual tiene una gran necesidad” (Ch. L. 64).
Hemos oído muchas veces esta invitación y urgencia misionera de Juan Pablo II. Por primera vez en América Latina (Haití y Santo Domingo); luego en Roma al Simposio de los Obispos europeos; después, casi constantemente en todos los continentes y países visitados por el Papa. Finalmente queda como codificada en el Capítulo III de la Christifideles Laici cuando se habla de la “corresponsabilidad de los fieles laicos en la Iglesia – Misión”. Retomando palabras de Pablo VI, Juan Pablo II nos dice: “Evangelizar es la gracia y la vocación propia de la Iglesia, su identidad más profunda” (cfr. E.N. 14; Ch. L.33).
Pero ¿cuál es el sentido y las exigencias de esta nueva evangelización, sobre todo cuando se trata de una responsabilidad que deben asumir los jóvenes¡ Porque corremos el riesgo de quedarnos con una frase superficialmente repetida pero poco asumida y comprometida en la práctica. No se trata de negar el valor de la primera evangelización ni de cambiar su contenido. Ya lo decía San Pablo: “Si alguno os anuncia un evangelio distinto del que habéis recibido, ¡sea una anatema!” (Gal. 1,9).
Se trata fundamentalmente de anunciar el mismo Cristo muerto y resucitado, pero de un modo nuevo, con un nuevo ardor o pasión del Espíritu Santo, a hombres nuevos que han perdido el sentido de Dios y de lo sagrado, y viven embriagados por los sorprendentes avances de la ciencia y de la técnica. La primera vez que el Papa usó esta expresión “nueva evangelización”, aclaró: “nueva en su ardor, en sus métodos, en su expresión” (Haití, CELAM: 9,3,83).
A la luz, sobre todo, de la Christifideles Laici quiero señalar algunos aspectos de esta “nueva evangelización”.

1.- “La situación actual, no sólo del mundo sino también de tantas partes de la Iglesia, exige absolutamente que la palabrea de Cristo reciba una obediencia más pronta y generosa. Todo discípulo está llamado en primera persona” (Ch. L. 33). Describamos más en concreto esta “situación actual”:
a) el indiferentismo, el secularismo y el ateísmo que se han ido difundiendo continuamente en enteros países y naciones del así llamado Primer Mundo (antes florecientes en la fe y en la generosidad misionera), víctimas del bienestar económico y del consumismo. “Varias veces yo mismo he recordado el fenómeno de la descristianización que aflige los pueblos de antigua tradición cristiana y que reclama, sin dilación alguna, una nueva evangelización” (Ch. L. 4);
b) progresiva secularización y alarmante invasión de las sectas, sobre todo en países y naciones del Tercer Mundo, donde todavía se conservan vivas las tradiciones de piedad y de religiosidad popular cristiana;
c) condiciones extremas de injusticia social, de pobreza y de miseria, que llevan al riesgo:
– o de ideologizar y politizar el Evangelio
– o de desencarnarlo de las exigencias concretas de la fe, reduciéndolo a un espiritualismo de resignación y de espera pasiva. Aquí hace falta predicar el Evangelio en su verdadera fuerza de transformación y de auténtica liberación integral;
d) los nuevos desafíos que presenta a la fe –de un modo especial a los fieles laicos- el avance acelerado de la ciencia y de la técnica, particularmente en el ámbito del origen de la vida, del sufrimiento y de la muerte.
e) Las crecientes amenazas a la construcción y estabilidad de la sociedad con los dramáticos ataques a los valores humanos de la familia, de la vida, de la libertad;
f) La peligrosa ruptura de la comunión eclesial o la disminución de su fuerza misionera con las crecientes tensiones entre diferentes grupos y comunidades, discusiones inútiles entre los mismos cristianos y multiplicación de magisterios paralelos;
g) Pero no todo es negativo en esta “hora magnífica y dramática” que vivimos:
– Hay más hambre y sed de Dios y de oración, particularmente entre los jóvenes;
– Más sensibilidad por los derechos de la persona humana y los valores de libertad y de justicia;
– Más deseos de ser operadores de paz;
– Más conciencia de la Iglesia como “comunión misionera”; más deseos de participación y comunión.
Me parece, por eso que el momento es providencial para emprender con coraje evangélico y ardor del Espíritu “una nueva Evangelización”. Pero que tiene que ser hecha simultáneamente, según las culturas distintas, por todos los jóvenes del mundo. Según el estilo y lenguaje juvenil, desde el corazón de una pastoral comunitaria y misionera.

2.- El contenido de esta “nueva evangelización”
– Es siempre Cristo “el Redentor del mundo”. Cristo Camino, Verdad y Vida. Cristo muerto y resucitado. “Vosotros sois testigos de estas cosas” (Lc. 24,45-48). Se trata de predicar integralmente el Evangelio con la potencia del Espíritu Santo: la Persona de Jesús, la totalidad de su mensaje, su obra redentora. Anunciar a Cristo “esperanza de la humanidad”: “Cristo en medio de vosotros esperanza de la gloria”(Col.1.27).
– Por lo mismo, el amor de Dios: “Tanto amó Dios al mundo que le dio a su Hijo único” (cfr. Jn. 3,16). “¡El hombre es amado por Dios! Este es el simplicísimo y sorprendente anuncio del que la Iglesia es deudora respecto del hombre. La palabra y la vida de cada cristiano pueden y deben hacer resonar este anuncio: ¡Dios te ama, Cristo ha venido para ti; para ti Cristo es “el Camino, la Verdad y la Vida”! (Jn. 14,6;Ch. L. 34).
– Con una fuerte invitación a la conversión de todo el hombre y de toda la sociedad. Por eso la necesidad de proclamar abiertamente el Reino de Dios con sus exigencias interiores y sociales. En definitiva, es el contenido central de la primera evangelización de Cristo: “ El Reino de Dios está cerca: convertíos y creed en la Buena Nueva” (Mc. 1.15).

3.- La finalidad (o término o fruto) de esta nueva evangelización sería:
– La conversión de las personas y da la sociedad: “La Iglesia evangeliza cuando, por la sola fuerza divina del Mensaje que proclama, trata de convertir al mismo tiempo la conciencia personal y colectiva de los hombres, la actividad en la que ellos están comprometidos, su vida y ambiente concretos” (E.N. 18);
– “rehacer el entramado cristiano de la sociedad humana” (Ch. L. 34); es decir, que la sociedad humana se asienta en los valores evangélicos de la libertad y la justicia, del amor y la solidaridad.
– “pero la condición es que se rehaga la cristiana trabazón de las mismas comunidades eclesiales”
* “formación de comunidades eclesiales maduras” (en la adhesión de fe a la persona de Cristo y su Evangelio, en el encuentro y la comunión sacramental con El y en la existencia vivida en la caridad y en el servicio);
* crecimiento, madurez y compromiso de la fe;
* unidad interior entre Evangelio y vida;
– imprimir a toda la Iglesia un fuerte dinamismo misionero. “La Iglesia, mientras advierte y vive la actual urgencia de una nueva evangelización, no puede sustraerse a la perenne misión de llevar el Evangelio a cuantos –y son millones y millones de hombres y mujeres- no conocen todavía a Cristo Redentor del hombre” (Ch. L.35). “La Iglesia tiene que dar hoy un gran paso adelante en su evangelización; debe entrar en una nueva etapa histórica de su dinamismo misionero” (ibidem)
* hace falta volver a dar a la Iglesia un fuerte dinamismo misionero “ad gentes”; ahora, sobre todo, que caen las fronteras entre los pueblos, desaparecen las distancias y se intercomunican las naciones, los países y las regiones;
* hay que imprimir a las Iglesias Particulares una nueva fuerza misionera: “id por todo el mundo a predicar el Evangelio”;
* hay que animar en los jóvenes la aventura espiritual y apostólica del voluntariado misionero. Es ya uno de los signos positivos de una juventud nueva, seriamente comprometida con Cristo y los hombres.

III.- “La civilización del amor”

“Mirad que realizo algo nuevo; ya está brotando, ¿no lo notáis?” (Is. 43,19).
“Mira que hago un mundo nuevo” (Apoc. 21,5).

Tiene que ser ésta la finalidad integral de una “nueva evangelización” que prepare “un cielo nuevo y una tierra nueva donde habitará la justicia” (2 Pd. 3,13). Hechos “creatura nueva” en Jesucristo, comprometidos personal y asociadamente (en comunión eclesial y espíritu de encarnación) en “una nueva evangelización”, nos toca ahora asumir con coraje evangélico- con esperanza teologal – la tarea de construir “la civilización del amor”. ¿Será posible? ¿Podremos soñar con ella, al despuntar de un nuevo siglo, cuando hay tantas señales negativas y tan pocas fuerzas comprometidas? Depende de todos, ciertamente, pero sobre todo depende de los jóvenes. Son las “nuevas generaciones” las que viviendo a fondo “la novedad cristiana del bautismo” tienen que experimentar la alegría y el coraje de anunciar lo nuevo que es Cristo y construir lo definitivamente nuevo de su Reino.
Estamos acostumbrados a esta expresión: “la civilización del amor”. Por primera vez la usó Pablo VI, de venerada memoria, en la Nochebuena de 1975, clausurando el Año Santo. Pasó a ser consigna del Papa Juan Pablo II, quien la completa a veces hablando de la “civilización de la verdad y del amor” (cfr.Ch.L.54,64). Se ha escrito y publicado mucho sobre el tema. Yo quiero simplemente señalar algunos aspectos que interesan al compromiso evangélico de los jóvenes hoy.

1.- Vivir el Evangelio al servicio de la persona y de la sociedad (cfr. Ch.L.36). Esto supone tres cosas:
a.- necesidad de presencia, de encarnación y de servicio. Es toda la fuerza transformadora del Evangelio y de los cristianos en el mundo. Quizá no hemos vivido suficientemente las palabras de Jesús: “estar en el mundo, pero sin ser del mundo”. O hemos tenido miedo del mundo (sin ningún esfuerzo por comprenderlo y transformarlo, con mucho temor a sus exigencias y desafíos) o nos hemos superficialmente identificado con sus ideologías de placer, de posesión y de dominio. Hemos tenido así cristianos “desencarnados” y “espiritualistas”, o cristianos “evangélicamente vacíos” e incapaces de ser “sal de la tierra”, “luz del mundo”, “fermento de Dios en la historia”. Sólo quien vive profundamente insertado en el mundo desde la insustituible visión de fe y compromiso de caridad cristiana, puede comprender y cambiar el mundo según el espíritu de las bienaventuranzas, es decir, puede aventurarse a construir “la civilización del amor”.
b.- Pero esto exige una fuerte unidad interior de fe y vida. Ya el Concilio Vaticano II decía que “esta separación entre la fe y la vida constituye uno de los más graves errores de nuestro tiempo” (G.S. 43). “Por la evangelización de la Iglesia es construida y plasmada como comunidad de fe: más precisamente, como comunidad de una fe confesada en la adhesión a la Palabra de Dios, celebrada en los sacramentos, vivida en la caridad, como alma de la existencia moral cristiana” (Ch. L. 33). Fe acogida y profesada, fe celebrada y transmitida, fe vivida y comprometida en el servicio. ¿Cómo adquirir y vivir cotidianamente esta unidad interior entre la fe y la vida? Hay que pedirla con intensidad al Señor porque es un don del Espíritu Santo; pero es necesario disponerse a recibirla con humanidad y sencillez de corazón. Es la Sabiduría práctica de la que habla la Escritura: “pedí y me fue dada la sabiduría” (Sb. 7,7). ¿No será este uno de los motivos por los cuales tenemos tan pocos cristianos (¡verdaderos cristianos!) comprometidos con la construcción de un orden temporal justo, solidario y humano?;
c.- vivir el Evangelio en su integralidad es tener una particular sensibilidad por los valores evangélicos de la verdad y la justicia, de la libertad y del amor, de la reconciliación y de la paz. Las nuevas generaciones son particularmente sensibles a situaciones dramáticas de pobreza, de miseria, de injusticia. Hay siempre la fácil y destructora tentación de la violencia. Pero cuando el corazón de los jóvenes se abre al espíritu de las bienaventuranzas, la civilización del amor se hace más comprensible cercana.

2.- Fidelidad a Cristo y al hombre en lo cotidiano de la vocación específica. “Toda vida es una vocación”, decía Pablo VI (cfr.P. P. 15). Desearía señalar algunos campos en los que es urgente la presencia de jóvenes, verdaderos líderes, en la sociedad.
a- el mundo de la cultura. “El servicio a la persona y a la sociedad humana se manifiesta y se actúa a través de la creación y la transmisión de la cultura, que especialmente en nuestros días constituye una de las más graves responsabilidades de la convivencia humana y de la evolución social”(Ch.L.44);
– urge la presencia en los puestos claves de la cultura: escuela y universidad, investigación científica y técnica, lugares de la creación artística y de la reflexión humanista;
– “la ruptura entre Evangelio y cultura es sin duda el drama de nuestra época, esfuerzos en pro de una generosa evangelización de la cultura, más exactamente de las culturas” (E.N. 18,20; Ch.L.44);
– presencia activa en los instrumentos de comunicación social;
b.- el mundo del trabajo: concebido como una participación en la tarea creadora de Dios y al servicio de la dignidad humana. Pienso en la maravillosa y estupenda obra que es fruto del ingenio y de las manos del hombre; pero pienso, también, en la penosa situación de quienes tienen que afrontar trabajos duros en condiciones infrahumanas y con límites injustos de retribución salarial y atención a la salud. Pienso en los jóvenes que no tienen empleo o un empleo digno de su vocación específica y de su preparación intelectual o manual. La persona humana es sujeto activo del trabajo y su creador o artífice, no su víctima. ¡Que dolor contemplar tanto jóvenes que no pueden proseguir sus estudios porque tienen que trabajar, o tantos otros, que habiendo obtenido con esfuerzo un título justamente merecido, no pueden ejercer la profesión apetecida y necesaria! Y está luego el drama, lastimosamente diario, de los niños obligados a trabajar para sostener a la familia o, peor aún, a recorrer tristemente las calles de las grandes ciudades condenados a vivir de limosnas o a robar o a morir de hambre. ¡Y no es problema sólo del Tercer Mundo! El cinturón de las grandes metrópolis (o en su propio corazón) abundan lastimosamente numerosas víctimas de estructuras sociales injustas. ¿Podemos extrañarnos que se multipliquen también, entre los jóvenes, las violencias?
c.- el mundo rural. Es un hecho que los jóvenes campesinos no son suficientemente atendidos ni por la sociedad ni, en parte, por la Iglesia. El campo es devorado por la industria, los jóvenes campesinos por la ciudad. La sociedad ha descuidado el campo –revelación maravillosa de la bondad de Dios y fuente primigenia y natural de toda riqueza del hombre- y la Iglesia ha descuidado pastoralmente el cuidado de los campesinos, en particular de los jóvenes. Nos preocupamos justamente de la pastoral de las grandes ciudades (las megalópolis), pero nos hemos desentendido lamentablemente de la pastoral de los campesinos y de los indígenas. ¿Habrá todavía vocaciones, entre los jóvenes, para evangelizar el campo y trabajar evangélicamente con los campesinos y los indígenas?;
d.- el mundo de la política. “Todos destinatarios y protagonistas de la política” (Ch.L. 42). “Para animar cristianamente el orden temporal –en el sentido señalado de servir a la persona y a la sociedad- los fieles laicos de ningún modo pueden abdicar de la participación en la política; es decir, de la multiforme y variada acción económica, social, legislativa, administrativa y cultural, destinada a promover orgánica e institucionalmente el bien común”.
De aquí la urgencia de preparar y animar a los jóvenes para una presencia eficaz y evangélica en el campo de la vida social, del orden económico y del compromiso político. Tal vez aquí hayamos fallado bastante, o por falta de iluminación, o por falta de formación, o por falta de coraje.
e.- finalmente quiero subrayar –solamente subrayar, porque su desarrollo nos llevaría mucho tiempo- el campo fundamental de la familia. Célula básica de la sociedad, pequeña “iglesia doméstica”, la familia constituye el valor primero y esencial que los jóvenes deben cuidar. Ellos mismos son fruto de una familia –santa y bien formada, o disgregada y rota- y los protagonistas de una nueva familia “sacramento del amor de Dios” y núcleo fundamental de una sociedad construida en la irrompible solidez de la comunión, de la fecundidad y del amor. “El matrimonio y la familia constituyen el primer campo para el compromiso social de los fieles laicos. Es un compromiso que sólo puede llevarse a cabo adecuadamente teniendo la convicción del valor único e insustituible de la familia para el desarrollo de la sociedad y de la misma Iglesia” (Ch.L. 40). El compromiso con la familia es un compromiso con la “sacralidad” de la unión matrimonial, de la fecundidad del amor y de la inviolabilidad de la vida.

3.- Necesidad de una formación profunda, integral, permanente (cfr. Ch.L.Cap. V). Las actuales condiciones de la sociedad, con sus dramáticos y constantemente nuevos desafíos, ponen a la juventud particulares exigencias de una formación profunda, integral, permanente; lo exige, también, el dinamismo misionero de la Iglesia que se siente llamada y comprometida a dar respuestas nuevas y a hacerse permanentemente presente en el corazón del mundo. Señalaremos algunos aspectos de esta formación que debe colocarse “entre las prioridades de la diócesis y se ha de incluir en los programas de acción pastoral de modo que todos los esfuerzos de la comunidad (sacerdotes, laicos y religiosos) concurran a este fin” (cfr. Ch.L.57);
a.- ante todo, el crecimiento espiritual en la santidad: progresiva configuración con Cristo “el Apóstol del Padre”, “el Evangelio de Dios”. Se trata de una auténtica “espiritualidad laica” (mejor aún, de una profunda “vida según el Espíritu” en su “condición secular”): pobreza, oración contemplativa, vida sacramental, caridad, actitud de servicio.
b.- luego, la unidad interior entre fe y vida; lo cual supone dos cosas:
– una progresiva y profunda penetración en la Palabra de Dios y una experiencia de fe celebrada en los Sacramentos y vivida en la caridad;
– una constante y actualizada lectura evangélica de los nuevos signos de los tiempos y un compromiso concreto y cotidiano de servicio a la persona humana y a la sociedad;
c.- necesidad de una permanente actualización en la Doctrina social de la Iglesia; esto prepara los líderes cristianos necesarios en el campo social, económico y político;
d.- formación para el diálogo entre la Iglesia y el mundo, entre las diversas asociaciones y movimientos; formación para la comunión eclesial;
e.- descubrir y vivir la propia vocación y misión (Ch.L. 58). Esto es fundamental en la vida de los jóvenes: “En la vida de cada fiel laico hay…momentos particularmente significativos y decisivos para discernir la llamada de Dios y para acoger la misión que El confía. Entre ellos están los momentos de la adolescencia y de la juventud”.
Para muchos, el Camino de Santiago –en su encuentro con el Papa y, sobre todo, con Cristo Camino, Verdad y Vida- será sin duda alguna el gran momento del descubrimiento y de la decisión: seguir a Cristo por el camino de las bienaventuranzas y anunciarlo a los hombres como único Salvador y la única Esperanza.

Conclusión:

“Con María, la Madre de Jesús”
(Hechos 1,14).

Estamos a las puertas del tercer milenio. La Iglesia entera, Pastores y fieles, debe sentir más fuertemente su responsabilidad de acoger el mandato del Señor: “Id por todo el mundo y predicad el Evangelio a toda creatura” (Mc. 16,15), renovando así su dinamismo misionero. “Una grande, comprometida y magnifica empresa, se confía a la Iglesia: la de una nueva evangelización. De la cual el mundo actual tiene una inmensa necesidad” (Ch.L.64). Los jóvenes –protagonistas principales del tercer milenio que se nos abre en responsabilidad y esperanza- tienen que asumir su misión específica e irremplazable: anunciar y testimoniar a Cristo en el hoy de la historia, personal y asociadamente, como miembros activos de una Iglesia misterio de comunión misionera. Los jóvenes, no sólo como objeto de una preocupación pastoral de la Iglesia, sino como “sujetos activos, protagonistas de la evangelización y artífices de la renovación social” (Ch.L. 46).
El encuentro mundial en Santiago de Compostela –con las raíces profundas de la fe, con el ardor evangélico del primer Apóstol mártir y el carisma misionero del Papa Juan Pablo II- tiene que llevar a los jóvenes de todo el mundo a descubrir y comprometer su vida y su misión: anunciar y testimoniar a Jesucristo “esperanza de la humanidad”. Para ello es necesario asumir profundamente a Cristo Camino, Verdad y Vida; vivir cotidianamente “la novedad cristiana del bautismo”, ser apóstoles y testigos, profetas transparentes y creíbles de un Dios amor, constructores eficaces de un mundo nuevo y de una sociedad renovadora –en la libertad, la justicia y el amor- desde sus cimientos evangélicos.
¿Habrá jóvenes así? ¿Surgirán los nuevos heraldos del Evangelio, los mensajeros de la Buena Nueva de Jesús, los testigos y profetas del amor y la esperanza? Yo tengo la seguridad que sí. Hubo una vez, en la pequeña ciudad de Nazaret de Galilea, una joven mujer a quien el Señor, improvisa e insospechadamente, le propuso la locura de cambiar el mundo. “La mujer se llamaba María” (cfr. Lc. 1,27). Como era pobre y humilde, creyó en el amor gratuito del Padre y en su omnipotencia salvadora, y tuvo el coraje de decir que Sí. Ella fue proclamada feliz porque creyó (cfr.Lc. 1,45). Y “la palabra se hizo carne y puso su morada entre nosotros”(Jn. 1,14). El hombre quedó salvado y el mundo comenzó a cambiar. ¿No quisieran ustedes, queridos jóvenes, repetir la aventura de María y hacer que la palabra se encarne nuevamente entre los hombres de hoy?. Simplemente hace falta, como María, tener el coraje de decir que Sí. Y luego seguir haciendo el camino con Ella “la Madre de Jesús”. Un camino de pobreza y de austeridad, de solidaridad y de amor, de confianza en el hombre y de esperanza en Dios “para quien nada es imposible”.

Eduardo F. Card. Pironio
Santiago de Compostela, 15 de Agosto de 1989,
Forum Internacional de Jóvenes.