Oración a María en sus 50 años de sacerdote
Virgencita de Lujan, Madre nuestra y de todos los argentinos, Madre de los pobres y de los que sufren, Madre de mi sacerdocio: hace cincuenta años yo era consagrado sacerdote, “hombre de Dios” y “servidor de la Iglesia”, aquí mismo, en esta Basílica en este altar, por las manos de tu apóstol, Monseñor Anunciado Serafín. En tu corazón pobre, contemplativo y disponible, el Espíritu del Señor me ungía sacerdote con el “aceite de la alegría” (Sal. 44.8). Hoy vuelvo como simple peregrino, después de haber hecho tanto camino de amor, de donación y de esperanza, trayendo el alma agradecida y marcada por la cruz pascual de tu Hijo Jesucristo, Sumo y Eterno Sacerdote. Vengo a pedirte que me ayudes a dar gracias al Señor por Su fidelidad. “Dios es fiel” (1 Tes. 5,24) Siento el peso de Su amor que me dobla las espaldas: siento la alegría inmensa de ser sacerdote. Yo te pido que me ayudes a cantar el Magnificat de los pobres, que me prestes tu voz serena y silenciosa para gritar a los hombres, sobre todo a los jóvenes, que soy inmensamente feliz de ser sacerdote: de haber sido elegido por amor, consagrado y enviado. “Como el Padre me amó, yo los he amado a ustedes” (Jn. 15,9). “Como el Padre me envió, yo los envío a ustedes” (Jn. 20,21).
¡Cómo he sentido en mi vida la fuerza transformadora del amor del Padre, del Hijo y del Espíritu Santo! Mi sacerdocio quedó marcado desde sus comienzos por una honda comunión con la Trinidad Santísima (que habita en nosotros como en un templo), por el Misterio Pascual de Jesús, hecho de muerte y de resurrección, de cruz y de esperanza, por eso he predicado siempre la esperanza; por un profundo amor a la Iglesia misterio de comunión misionera, por eso he amado tanto a la Iglesia. Yo te pido, María, que me ayudes a dar gracias a Dios por la Palabra, la Eucaristía, la Reconciliación. ¡Cómo he sentido tu presencia, oh Madre, cuando predicaba, cuando celebraba, cuando confesaba!
Te pido me ayudes a dar gracias al Señor por mi familia, cristiana y numerosa, sencilla y trabajadora, por mis padres y mis hermanos y mi hermana. ¡Cuánto me ayudaron a ser sacerdote! Te pido, María, me ayudes a agradecer a Dios el don de los amigos, el don de mis compañeros de curso: algunos ya partieron al Padre, otros siguen viviendo cotidianamente la alegría honda de ser sacerdotes. El Señor me regalo maestros sabios, hermanos generosos y amigos verdaderos que me ayudaron a ser fiel. ¡Qué bien hacen los amigos verdaderos! “No hay amor más grande que el de aquel que da su vida por los amigos…” “Ustedes son mis amigos” (Jn. 15,13-15). El sacerdote es el amigo de Dios para los hombres.
Gracias por haberme enseñado la pobreza, la contemplación y la disponibilidad, el camino misionero y la esperanza, la alegría de la cruz y el camino fecundo del grano de trigo que se entierra para dar frutos en abundancia.
Señora de Luján: Tú sabes muchas cosas de mi vida que yo no puedo contar ahora. Tú sabes que mi propia vida es un milagro de tu intercesión privilegiada. Tú curaste a mi madre con el aceite que ardía ante tu lámpara. Tú sabes también que mis cincuenta años de sacerdocio fueron marcados ininterrumpidamente por tu presencia de Madre. Ya que lo sabes todo, te pido simplemente que lo presentes a tu Hijo y por tu Hijo al padre en la unidad del Espíritu. Nada más, María de Luján y de las pampas, Madre los pobres y los humildes, Nuestra Señora del milagro. Gracias por todo, Madre de mi sacerdocio, causa de nuestra alegría y madre de la Santa Esperanza.
Madre de mi sacerdocio, cuando llegue la hora de mi vuelta al Padre, te pido que me asistas como lo hiciste siempre y me muestres el fruto bendito de tu vientre: Jesús, el Sumo y Eterno Sacerdote, el que me ungió con el Espíritu Santo para anunciar a los pobres la Buena Nueva del Reino, el que me consagró sacerdote para siempre, mediador entre Dios y los hombres.
Muchas gracias, Señora de Luján, Madre de Jesús y madre nuestra, madre de todos los argentinos. En tu corazón dejo mis alegrías y mis cruces. Dejo mi ofrenda de pobre: lo poco que hice y lo mucho que no supe hacer. Dejo mi querido pueblo argentino y mi querida Iglesia que peregrina en la Argentina, la Iglesia Universal que preside Juan Pablo II. Desde tu corazón grito al Padre: “Fiat y Magnificat”. Que mi vida siga siendo siempre un “sí” a su designio de amor y un “muchas gracias” por sus grandes maravillas obradas en mi sencillez de pobre. Amén.
Cardenal Eduardo F. Pironio