Oración a Jesús en sus 50 años de sacerdote


Oración a Jesús en sus 50 años de sacerdote

Oh Jesús, Sumo y Eterno sacerdote, Hijo de Dios, consagrado por el Espíritu Santo en el seno virginal de María, escucha mi humilde oración en el 50º aniversario de mi sacerdocio. ¡Cuánta gracia inmerecida! ¡Cuánto don inestimable! ¡Cuánto sereno y dulcísimo peso de tu amor que llama, consagra y envía! “Como el Padre me amó, yo también os he amado a vosotros” (Jn. 15,9). “Como el Padre me envió, también yo os envío” (Jn. 20,21). ¡Cuánto he experimentado tu amor por mí, Señor Jesús, a pesar de mi pobreza, de mis límites y de mi pecado! Por eso, Señor, he orado siempre: “Señor, Tú lo sabes todo, Tú sabes que te amo” (Jn. 21, 17). Con el apóstol Pablo repito: “Doy gracias a Aquel que me revistió de fortaleza, a Cristo Jesús Señor nuestro, que me consideró digno de confianza al colocarme en el ministerio” (Tim. 1,12).

Gracias, Señor, por el triple don con que me has acompañado durante mi larga vida sacerdotal: la experiencia profunda del amor del Padre, la presencia continua de María, mi Madre, y la fecundidad de tu cruz pascual. Muchas veces he orado así: “Señor, muéstranos al Padre y nos basta” (Jn. 14, 8). Y Tú, oh Cristo, me lo has mostrado, me lo has revelado, a fin de que yo pueda decir a mis hermanos: “El que me ve a mí, ve al Padre” (Jn 14,9). He meditado mucho y he predicado a todos tus palabras: “Si el grano de trigo no cae en tierra y muere, queda él solo; pero si muere da mucho fruto” (Jn. 12,24). Y he comprobado siempre la validez de tu promesa. He sentido siempre en mi vida tus palabras pronunciadas desde la cruz: “Ahí tienes a tu Madre” (Jn. 12,26), y yo. Como Juan, el discípulo amado por Ti, tomé a María conmigo, en mi humilde casa, en mi corazón sencillo y ardiente.

Gracias, oh Jesús, Sumo y Eterno Sacerdote, porque me has elegido para continuar tu único sacerdocio: para la gloria del Padre y la redención de los hombres. Siento el gozo inmenso de ser sacerdote y quisiera que todos, muy especialmente los jóvenes, lo supieran.

Gracias, Señor, porque me has incorporado a tu misterio pascual en el bautismo y mediante el sacramento del orden me has configurado a Ti, Cristo sacerdote y victima. En tu Nombre puedo anunciar la buena nueva del Reino a los pobres, celebrar a diario la Eucaristía, administrar el sacramento de la reconciliación. Gracias, Señor, por ser sacerdote.

Tú me elegiste desde el seno de mi madre y me consagraste. Te doy gracias por mi familia cristiana, sencilla y numerosa. Por mis padres y mis hermanos y hermanas. Por tantos amigos – sacerdotes y obispos, religiosos y religiosas, y fieles laicos- que Tú has puesto en mi camino y me han acompañado en mi vida sacerdotal. He gustado siempre las palabras que Tú me dijiste el día de mi ordenación: “Ya no os llamo siervos, sino amigos” (Jn. 15,14-15). Me has regalado, Señor, muchos amigos como signo exterior de tu amistad. Ellos me han ayudado a ser fiel. Tú has pronunciado mi nombre, me has elegido, me has consagrado mediante el don del Espíritu y me has enviado. He tratado de seguirte, Cristo, Sumo y Eterno Sacerdote. He tratado de orar, de ofrecer, de predicar, de ser como Tú, oh Señor, imago Patris.

Hoy quiero una vez más decirte gracias por el inmenso amor a la Iglesia que has puesto en mi corazón. He amado mucho a la Iglesia y sigo amándola. He amado siempre al Papa. He amado mucho al Papa Pablo VI que me hizo Obispo y que me llamó a Roma; al Papa Juan Pablo II, que me confirmó su confianza y con quien he tenido el privilegio de colaborar de cerca. Le agradezco tu hermosísima carta que me conforta y colma mi alegría de hoy.

Te doy gracias, Señor, por tu fidelidad: “yo estaré contigo” (Ex. 3,12). Lo he sentido siempre en mi vida y en mi misión. Te ruego ahora por mi fidelidad hasta el fin. Te espero, Jesús, mi “feliz esperanza”. “Ven, Señor Jesús” (Ap. 22,20).

Te elevo mi oración, Señor, por la mediación de María Santísima, tu Madre y Madre nuestra, Madre de Cristo Sacerdote de los sacerdotes. María la humilde esclava del Señor, la Virgen pobre, contemplativa y disponible, la Madre de la Iglesia y Madre mía. La Virgen del fiat y del Magnificat. La Virgen causa de nuestra alegría y Madre de la santa esperanza. Y Tú, oh María, en cuyo santuario de Lujan, en Argentina, fui ordenado sacerdote y obispo, y en cuya basílica de Nuestra Señora de Guadalupe, en Roma, celebro mi 50º aniversario, haz de mí un instrumento de paz, un profeta de esperanza, un sembrador del verdadero amor con el cual Tú me has amado. Ayúdame a vivir con fidelidad la alegría de mi sacerdocio y a cantar contigo mi Magnificat sacerdotal.

Cardenal Eduardo F. Pironio